Había una vez un muchacho terriblemente consentido. Todo lo tenía, todo lo quería, nada era suficiente, nada aliviaba su sed. Su día a día consistía en tiranizar a los que le rodeaban con su afán de poseer más y más. Y todos se lo consentían. Nadie se planteaba plantar cara al malcriado, todos parecían hechizados, aunque el muchacho jamás demostraba su gratitud. Era extraño.
Al entrar el otoño llegó alguien, alguien nuevo, alguien que no entendía el hechizo porque nunca formó parte de él. El recién llegado, horrorizado por la tiranía y sumisión que observaba, decidió investigar su origen. Pasaba el rato yendo de un lado para otro, entrevistando gente, pero nadie entendía sus propósitos y lo peor, nadie confiaba en él.
En uno de sus paseos, el visitante dio con un camino. Qué raro, juraría que ayer pasé por aquí y el camino no estaba. O no lo vi. Sin darle más importancia, tomó decidido el camino, algo había en el aire que rezumaba respuestas. Al rato oyó unas voces. Al seguirlas, se encontró con un espectáculo algo grotesco. Un grupo de unas trece personas colgando boca abajo de las ramas de los árboles, meciéndose con las piernas como niños. Lo más curioso es que sincronizaban las idas y venidas con palabras que aullaban al viento.
Al notar su llegada, los acróbatas se bajaron y ya en posición correcta le dieron la bienvenida. Le explicaron que ellos antes vivían en la tierra del tirano, al principio, cuando todo había empezado. Antes del hechizo. Ellos huyeron del hechizo justo a tiempo, cuando el muchacho malcriado había empezado a robarles las palabras a la gente. Ellos tuvieron suerte porque amaban las palabras, porque antes de que todo empezara se reunían y jugaban con ellas, las ponían del revés, les inventaban significados nuevos. Al ir perdiendo las palabras, poco a poco la gente se había empezado a desdibujar, habían perdido la capacidad de atreverse a recordarlas; simplemente, ya no eran.
Contaron cómo habían perdido a buenos amigos en el camino, y cómo ahora se balanceaban boca abajo y gritaban aquellas palabras que el muchacho malcriado les había robado a sus gentes, para jamás olvidarlas.
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