culpable y nocturna,
la marea de cisnes
a liberar
el tejado de la iglesia
de sus pinceladas azules
con oscilantes paracaídas.
Se acomoda a esperar
que largas serpientes
se vayan apoderando
de los caminos
y evitar que
cuervos y urracas
jueguen al escondite
allá en la pradera.
Llega
a atiborrarse de verde
hasta el empacho,
a llenar el campo
con los restos
de una batalla
de almohadones gigantes
de una luz que ciega
de un recuerdo cristalizado.
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