En los bosques de Milburn, antaño vivía un leñador con fama de huraño, se decía que era grande como un ogro. Pero de aquella época solamente queda una caseta, con las ventanas forradas de aire y las paredes pintarrajeadas. Y como siempre ocurre cuando alguien encuentra el esqueleto de un retazo del pasado, una leyenda nace.
Ésta en particular habla de un espíritu encapuchado que no conoce los buenos días y cojea por pura coquetería, cómo si tratara de evidenciar un pasado guerrero contra algún tronco traicionero. Apoyado en un bastón, aprovecha la duermevela de la madrugada para aparecerse en los caminos, cortar algo de leña, desayunarse algún conejillo despistado... siempre con la atenta complicidad de sus fieles devotos, una manada de zorros que lo andan siguiendo desde siempre, o así lo parece. Con el pasar de la rutina, al encapuchado ya no le apetece aparecerse en los caminos, cortar leña ni degollar gazapos dormidos, pero el pobre no conoce otra vida y sigue con lo suyo, con el único consuelo de alimentar la nostalgia.
Y así transcurren las madrugadas en los bosques de Milburn: el encapuchado, la niebla, sus fieles guardianes mimetizados con el otoño que va barriendo el viento. Cuanto más desnudos se van quedando los árboles del bosque, ni asustar a los incautos divierte ya al encapuchado, solamente sus fieles compañeros retozan con entusiasmo, olisqueando el aire. Ya harto, el que una vez fue leñador decide cortar por lo sano. Así que parte. Parte aun intuyendo que nunca podrá llegar lejos, que nunca podrá huir de un destino que le fue marcado en cuanto nació.
Y es que el leñador había nacido en absoluto silencio, discretamente. La comadrona tardó en percatarse de que ya era de este mundo; la madre, por supuesto, falleció en el acto. Sobrevivió de puro milagro y pasó una infancia y adolescencia sin que los demás notaran de sus andares y venires por los pasillos. Por supuesto nunca tuvo la ocasión de adquirir el don del habla, al no tener la oportunidad de practicar, pero escuchaba las conversaciones de los demás y se hacía una idea propia de cuanto ocurría. Y ocurrieron muchas cosas, algunas las entendió a medias, o a su manera, y el mismo día en que todos partieron, la naturaleza fue tomando posesión de la casa, transformándola en la caseta que ahora habita, destartalada, el centro del bosque y que sería el hogar del leñador hasta el incidente del tronco que cayó donde no debía.
La muerte vino tan silenciosa como lo había hecho años atrás la vida; en cambio, la transformación de leñador a encapuchado fue algo dolorosa. Por primera vez, los demás eran capaces de verlo, de saber de su existencia, algunos incluso lo saludaban con un gesto o trataban de hablarle. El leñador estaba tan asustado que, debido a su torpeza en asuntos diarios, pronto ganó fama de huraño, pero es que al leñador jamás nadie le había enseñado cómo funcionan estas cosas. Así que al principio se escondía, evitaba todo contacto. En esa época fue cuando llegó la manada de zorros. Con ellos todo era distinto. Con ellos ya no debía esconderse. Con ellos todo estaba sincronizado. Con ellos se había convertido en leyenda, en esta leyenda que ahora lo sepultaba y que lo obligaba a huir.
Y sincronizada fue también su partida, adentrándose en lo más profundo del bosque, donde los árboles son más espigados y el aire más oscuro. Andaron y andaron, del bosque llegaron a un claro, del claro a un riachuelo, del riachuelo a un gran río, y de allí, al mar. El océano. Jamás había el encapuchado tenido tanta belleza al alcance de sus ojos. La manada jugueteaba en la arena como cachorros, los hocicos rebozados de arena. El encapuchado se quitó la capucha y entró en el agua. El encapuchado, ya sin capucha, caminó y caminó, solo, por el fondo del mar, sintiéndose libre. Las criaturas marinas lo observaban sin juicio alguno, a nadie parecían importarle sus ademanes hoscos, su cuerpo de ogro. Así que decidió quedarse y seguir caminando.
La manada, una vez agotada de esculpir castillos en la arena, regresó al bosque, a la caseta. Y allí se quedarían para siempre, apareciéndose en los caminos, zampándose algún conejillo.Y, el que en vida fuera leñador y encapuchado tras la muerte, sigue hoy en día caminando por el fondo de los océanos, sin tener que cortar leña, sin tener que aparecerse en los caminos.
"... zampándose algún conejillo." Estimada poeta, vivir en el fondo del mar de dicha es lo que espara y para ello hay que dejar los castillos de arena que cercan los bisques de Milburn.
ResponEliminaDa gusto leer relatos tan buenos como este.
ResponEliminagracias +estela caruso celebro que te haya gustado, un abrazo
EliminaPrecioso relato, Isolda, algún día me gustaría ver los bosques de Milburn, encontrar la casita del ogro ... y, quizás, en mi ocaso, acompañarlo en la eternidad del Océano ...
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