EL VIAJERO
Había una vez un pueblo que sobrevivía desprovisto de alegría. Parecía que cada una de las sonrisas de las gentes que lo habitaban habían sido deshojadas tan lentamente que nadie había reparado en ello.
Un día apareció un viajero. El pueblo era bondadoso y atendieron al visitante lo mejor que sabían. Le dieron cobijo, agua y le dejaron calentarse las manos frente al fuego armado para la noche.
Mientras cenaban, el viajero se preguntaba qué tenían de distinto esas gentes, pero no conseguía descifrarlo. Lo que él no sabía es que existía en el aire una terrible enfermedad que libraba a los hombres de sus recuerdos más felices. El recién llegado todavía no había sido totalmente conquistado por dicho mal, así que intuía que algo terrible les había sucedido a sus nuevos amigos.
A la mañana siguiente salió a pasear, bien temprano. Bajó hasta el río, esperando encontrarse con el alud de risas que emana siempre de los chiquillos cuando juegan a lanzarse al agua desde árboles y peñascos. Cuál fue su sorpresa al encontrarse con la ribera totalmente desierta. Sólo los pájaros proseguían su canto, impunes a la maldición mezclada en el aire. Al viajero lo invadió una inmensa tristeza. Trató de recordar su propia infancia, pero, de golpe, no lograba recordar los juegos infantiles que habían llenado toda su vida de incontables nostalgias.
Entonces supo que debía hacer algo, partir en una cruzada. Recuperar sus propios recuerdos. Y sentía que les debía a sus nuevos amigos ayudarlos a recuperar los suyos. Se despidió y partió, sin rumbo pero con determinación. Al alejarse del pueblo notó que se sentía más animado y que su promesa se hacía más fuerte en su corazón. De vez en cuando se cruzaba con alguien y siempre les hacía la misma pregunta: ¿Dónde puedo encontrar la tierra de las sonrisas perdidas? Pero nadie contestaba, sino que huían o lo miraban mal, pero él seguía, incansable, ajeno a las burlas y gestos condescendientes.
Una noche, mientras se preparaba para el sueño, vio a unos niñitos tomando su baño, en el río, y sintió como su corazón latía, ¡hacía tanto que no oía el aire llenarse de risas! Se acercó y se sentó un rato a observarlos. Al poco tiempo estaba riéndose con ellos y sintiéndose feliz. Por supuesto compartieron la comida que habían conseguido entre todos y charlaron animadamente. Después de la cena, el viajero repitió la pregunta por enésima vez: ¿Dónde puedo encontrar la tierra de las sonrisas perdidas? Los niños se quedaron unos instantes en silencio, pensativos. El viajero aguardó pacientemente, aliviado de no entrever ningún rastro de mofa en la cara de sus amiguitos. Hasta que uno de ellos, el que parecía más mayor, tomó la palabra:
Hay una leyenda que habla de un espíritu que vive de las alegrías de los demás. Nadie sabe de dónde vino, pero desde hace miles de años ha ido chupándoles los bellos recuerdos a pueblos enteros. Es una catástrofe.
Los demás niños asintieron, entre tristes murmullos de aprobación.
Deberíamos hacer algo, dijo una niña pequeña. No es justo que haya niños sin derecho a jugar y divertirse.
Todos estuvieron de acuerdo, debían trazar un plan. Sabían que ellos también peligraban si se acercaban demasiado. No sabían qué hacer. Acordaron consultarlo con la almohada y encontrarse al día siguiente. Los niños partieron hacia sus casas y el viajero se quedó solo. Pero enseguida se durmió, arrullado por los sonidos de la vida que lo rodeaba.
Al día siguiente, el viajero se levantó de buen humor y descansado. Bajó al arroyo para refrescarse la cara y, con suerte, pescar algo para su desayuno.
Hoy será un buen día, pensó, observando su cesto repleto de peces. Hay desayuno de sobra para todos. Preparó el fuego, limpió los pescados y los dispuso para cocinarlos. Los niños llegaron en el momento preciso y cantando una canción que habían inventado por el camino. También llevaban un cesto con fruta que habían ido recogiendo. Además, traían una cabra.
Es una cabra de la suerte. Nos ayudará, dijo la niña pequeña.
Mientras desayunaban le contaron al viajero la idea que habían tenido. El viajero escuchó, parecía un buen plan. Debían intentarlo.
Todos sabían ya que el "monstruo zampa-sonrisas" -así lo habían bautizado- no afectaba a los animales y las plantas, sólo a los hombres. La cabra, que era blanca y se llamaba Mila, era una cabra muy lista, la emisaria perfecta para llevar a cabo su plan. Mila había sido entrenada desde muy pequeña y seguía siempre fiel a sus amiguitos en todas sus aventuras. Además, era muy protectora con los niños y nunca se sabía cómo podían ir las cosas, pensaban todos. Según el plan, Mila les llevaría un mensaje de emergencia a la gente del pueblo. Le ataron el mensaje en el collar y le dieron las instrucciones. Vieron en sus ojos que Mila había comprendido.
Llegaron lo más cerca posible al pueblo sin que les invadiera la tristeza y mandaron a Mila. Esperaron.
Mila llegó al poblado y fue directamente a la choza del jefe de los ancianos. Aguardó pacientemente a que la invitaran a entrar y finalmente le mostró al jefe el mensaje. El anciano no sabía leer, así que mandó llamar al único niño del pueblo que había ido a la escuela y sabía leer un poco. El niño consiguió descifrar el mensaje y el anciano organizó una reunión extraordinaria con el resto de los sabios. Los ancianos no comprendían el mensaje porque llevaban demasiado tiempo bajo la influencia del dichoso mal, así que terminaron por no darle importancia.
En cambio, el niño que sabía leer intuía que algo iba mal. Tampoco acababa de comprender el mensaje, pero algo dentro de él le impedía olvidarlo. Decidió seguir a Mila, a cierta distancia y con mucha cautela. Vio, a escondidas, cómo los niños recibían a Mila con abrazos y risas, y algo dentro de él explotó. Algo sucedió, algo nuevo. Notó que su cuerpo se sacudía y que de su boca salían extraños sonidos. Todavía no sabía que aquella era la primera vez que reía. El niño estaba fuera del perímetro de peligro y empezaba a descubrir infinidad de cosas, tenía ganas de bailar y sentir cosquillas por todo el cuerpo. Entonces salió del escondrijo y fue hacia los niños. Ellos lo miraron sorprendidos pero enseguida lo animaron a unirse a ellos, justo cuando empezaban un juego nuevo. El niño que sabía leer jugó por primera vez.
Los niños también le contaron lo que sabían. El niño nuevo empezó a entenderlo todo y se puso muy serio. Debían tratar de salvar a los otros niños de su pueblo, aunque intuían que sería más difícil hacerlo con los ancianos, llevaban demasiado tiempo alejados de sus recuerdos.
Debían actuar al anochecer, aprovechar la hora del baño diario en el río para llevar a cabo el nuevo plan. El niño les contó a sus nuevos amigos que en su pueblo no se leía ni se escribía, pero que existía un sistema de lenguaje secreto que ahora les resultaría de lo más útil. Por lo visto, desde la niñez, en su pueblo aprendían un sistema de comunicación a distancia basada en unos sonidos que sólo ellos entendían.
A la hora prevista, se situaron en la orilla contraria a la que los niños del pueblo enfermo se bañaban en silencio. El niño que sabía leer puso las manos alrededor de su boca para proyectar su voz al otro lado del río. Los niños que se bañaban miraron de inmediato hacia la voz y contestaron. Tras el intercambio, el niño que sabía leer se giró hacia sus nuevos amigos, que hasta ahora habían permanecido en silencio, observándolo todo.
¡Ya vienen! dijo contento.
En efecto, vieron cómo los niños habían trepado a una balsa y se dirigían hacia ellos. Algo parecido les sucedió a los niños nuevos una vez estuvieron fuera del alcance del mal y aprendieron rápidamente a divertirse.
Mientras tanto, en el poblado enfermo, todos buscaban a sus niños. Habían amanecido para descubrir su ausencia y la preocupación era tan descomunal que decidieron salir en su búsqueda. Como no se ponían de acuerdo en quién debía ir y quién quedarse, acordaron ir todos.
Así, el poblado quedó desierto y, por primera vez, la enfermedad se quedó sin alimento y empezó a agonizar.
Cuando volvieron todos al pueblo sintieron el aire distinto. Los ancianos estaban ya al corriente de todo y, tras una memorable fiesta, se estableció en el pueblo una nueva ley, a la que llamaron simplemente "ley preventiva", que obligaba a todos en el pueblo a pasar una hora mínima diaria divirtiéndose.
Fue corriendo la voz de pueblo en pueblo, y todos se sumaron a la propuesta, y así fue como el monstruo milenario desapareció para siempre.
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