dimecres, 2 d’octubre del 2013

Relato: Cinco segundos

En algún lugar lejano existe un bosque donde la madera que cubre los árboles es de color azul. En este viejo bosque, además, cohabitan dos lunas. Dos lunas de apariencia idéntica, de iguales contornos y tamaño parejo. Ambas lanzan intermitentes llamaradas iridiscentes cada cinco segundos, exactamente. En el bosque azul siempre es de noche, pero el arco iris que emana de las dos lunas ilumina la escena con el perfecto y estricto compás de sus cinco segundos.

Cinco segundos son suficientes. Suficientes para que, y aunque esto suceda solamente muy de vez en cuando, se abra una ventana justo en el centro del arco que forman las dos lunas. Es un fenómeno raro, pero existe. La ventana apenas permanece abierta unos segundos. Y pocos son aquellos que han presenciado tal maravilla. Aún menos aquéllos que pueden relatar lo visto, puesto que aquél que fija su mirada en la ventana se transporta para siempre a otro mundo.

Este otro mundo es un mundo dentro del mundo común, que vaga flotando en paralelo y que aleja a los aquejados de lo que ocurre a su alrededor. Dicen que, amén del ademán distraído y la sonrisa clavada en la cara, hay algo que caracteriza a estos elegidos, que los distingue de los demás. Y es que, durante el cruce de lunas algo les sucedió a sus ojos. Es un algo sutil, casi imperceptible, pero, si nos armamos de lupas e instrumentos de aumento, observaremos que un amago de relámpago cruza cada ojo en búsqueda del otro. Y esto sucede exactamente cada cinco segundos.

Se habla de un caso, una mujer que logró salir del trance y al fin contar qué había tras esa ventana, qué hizo que los pocos que la vieron se transportaran, cómo era ese otro mundo.

Las palabras de la mujer corrieron como la pólvora, ahora ya todos saben que existe otro mundo, un mundo sin el rítmico ir y venir de los cinco segundos de luz interrumpida, un mundo con noche y un mundo con día. Un mundo donde el bosque no es azul.





dimarts, 1 d’octubre del 2013

Relato: El ladrón de palabras

Había una vez un muchacho terriblemente consentido. Todo lo tenía, todo lo quería, nada era suficiente, nada aliviaba su sed. Su día a día consistía en tiranizar a los que le rodeaban con su afán de poseer más y más. Y todos se lo consentían. Nadie se planteaba plantar cara al malcriado, todos parecían hechizados, aunque el muchacho jamás demostraba su gratitud. Era extraño.

Al entrar el otoño llegó alguien, alguien nuevo, alguien que no entendía el hechizo porque nunca formó parte de él. El recién llegado, horrorizado por la tiranía y sumisión que observaba, decidió investigar su origen. Pasaba el rato yendo de un lado para otro, entrevistando gente, pero nadie entendía sus propósitos y lo peor, nadie confiaba en él.

En uno de sus paseos, el visitante dio con un camino. Qué raro, juraría que ayer pasé por aquí y el camino no estaba. O no lo vi. Sin darle más importancia, tomó decidido el camino, algo había en el aire que rezumaba respuestas. Al rato oyó unas voces. Al seguirlas, se encontró con un espectáculo algo grotesco. Un grupo de unas trece personas colgando boca abajo de las ramas de los árboles, meciéndose con las piernas como niños. Lo más curioso es que sincronizaban las idas y venidas con palabras que aullaban al viento.

Al notar su llegada, los acróbatas se bajaron y ya en posición correcta le dieron la bienvenida. Le explicaron que ellos antes vivían en la tierra del tirano, al principio, cuando todo había empezado. Antes del hechizo. Ellos huyeron del hechizo justo a tiempo, cuando el muchacho malcriado había empezado a robarles las palabras a la gente. Ellos tuvieron suerte porque amaban las palabras, porque antes de que todo empezara se reunían y jugaban con ellas, las ponían del revés, les inventaban significados nuevos. Al ir perdiendo las palabras, poco a poco la gente se había empezado a desdibujar, habían perdido la capacidad de atreverse a recordarlas; simplemente, ya no eran.

Contaron cómo habían perdido a buenos amigos en el camino, y cómo ahora se balanceaban boca abajo y gritaban aquellas palabras que el muchacho malcriado les había robado a sus gentes, para jamás olvidarlas.





dilluns, 30 de setembre del 2013

agua-caricia-brisa


agua-caricia-brisa


Vivo bajo el agua,
donde el sonido se camufla
y la caricia se disimula.

Vivo
donde no llega la brisa,

allá donde se para el viento,
donde mueren las balas,

allá
donde nace la risa.




Cuento: Un mundo verde

Érase una vez un mundo sin gente. Y no es que hubiera habido una terrible catástrofe, un accidente en tromba, hecatombe ni nada parecido, simplemente, la gente nunca existió.

Era un mundo lleno de contrastes, ajeno a esa manía tan humana de ordenar, unificar, de clasificarlo todo. Las cosas eran y punto. No era un mundo perfecto, pero a nadie le importaba; las montañas seguían mirándolo todo desde lo alto, las nubes cambiaban de forma y dirección sin esperar a que nadie determinara si representaban eso o aquello. Y todo, absolutamente todo, era verde. Eran verdes incluso las olas del mar en verano, las cerezas que chorreaban en las huertas, los gestos de amistad o el aire que todos respiraban.

En el mundo verde había siempre música en el aire, pero ¿de dónde venía esa banda sonora que aderezaba lo que sucedía día a día? No venía del viento esmeralda que aparecía silbando tras las esquinas, ni era el rumor del agua quien marcaba el ritmo, la música llegaba única y exclusivamente del corazón de unas aves muy especiales. Las lechuzas.

Las lechuzas eran muy populares en el mundo verde. Si algún ser de este mundo sentía que las ganas le fallaban, las lechuzas aparecían inmediatamente y cantaban. Si alguien perdía un ser querido, llegaban las lechuzas y cantaban. Si alguien se enamoraba, allá estaban de nuevo ellas con sus cantos.

Un día el amanecer se estremeció con un ruido insoportable. Y tras el estruendo, el silencio. Un silencio atroz. Un silencio vacío de cantos, triste y sin color. Todos se dirigieron al monte donde vivían las lechuzas, un monte incrustado de pelambreras verdes y horizontes aceitunados. Al llegar supieron que a la lechuza más anciana había dejado de ser verde y del glauco había pasado a un marrón caqui ceniza que todos asociaban con la muerte. Las demás lechuzas habían enterrado sus cabecitas en sus cuerpos, como si estuvieran dormidas. Y lo estaban. Era su manera de expresar el gran desconsuelo que sentían.

Entonces sucedió algo que jamás antes había sucedido. Todos los seres del mundo verde, sin mirarse siquiera, empezaron a entonar una canción. Y la canción que empezó con titubeos fue tomando fuerza, el "in crescendo" fue tal que, cuanto más rica se volvía la sinfonía, cuanto más bella la armonía... una a una, las lechuzas fueron despertando, iluminando la orquesta improvisada con sus ojos, más verdes y enormes que nunca.



dijous, 12 de setembre del 2013

Relato: Las dos montañas

Había una vez un niño, se llamaba Marcel. Era un chiquillo de aquellos que parecen llevar años de sabiduría anclados en la mirada. Los que lo conocían o cruzaban su camino de pronto descubrían que ya no albergaban los miedos que antaño los habían atormentado. Era como una medicina, todos hablaban de él, todos lo querían.

Un día, a Marcel empezó a crecerle una montaña en el pecho. La montaña crecía y crecía y le molestaba. Entonces, Marcel tuvo un sueño. Soñó en una enorme montaña de piedrecitas de colores, como caramelos brillando bajo un sol de vacaciones de verano. Todos comprendieron el sueño de Marcel, sabían que debían viajar lejos e ir recogiendo piedrecitas de colores aquí y allá, construir esa montaña multicolor.

Andreu, hermano de Marcel, fue el primero que comprendió el sueño. Estaban tan unidos que le regaló, para empezar, la colección de canicas que guardaba como un tesoro, desde siempre. Y con ellas empezaron a construir la montaña. La montaña que vivía dentro del cuerpo de Marcel empezó a hacerse más y más pequeña. Entonces supieron que debían continuar.

Ya para entonces había corrido la voz de pueblo en pueblo, de ciudad a ciudad, incluso había madres que contaban a sus hijos la historia de Marcel y las dos montañas. Así que los niños que crecían escuchando la historia enseguida rebuscaban entre sus tesoros hasta encontrar canicas de colores o piedrecitas recogidas algún verano en la playa; incluso los mayores se subían a los áticos a llenarse de polvo hasta encontrar tesoros de infancia que habían olvidado con las prisas del crecer.

La montaña de colores se hizo inmensa. Cuanto más grande se hacía, más y más personas acudían a hacer su colorida aportación y allí se quedaban, felices con verla crecer.

La montaña que crecía en el pecho de Marcel empezó a enfermar y cuando la montaña de colores empezó a cosquillear las nubes más bajas, la montaña que molestaba a Marcel finalmente desapareció.

Desde entonces, la montaña de colores ha sido considerada por los expertos como la montaña más mágica de todo el continente. Y la montaña sigue creciendo, haciendo desparecer a todas aquellas montañas que quieren crecer en el pecho de los niños. Por supuesto que la montaña de colores es llamada por todos "La montaña mágica de Marcel".




Ayúdanos a hacer crecer la montaña mágica de Marcel :-)
https://www.teaming.net/marcelelcampio



dijous, 22 d’agost del 2013

Reflexiones corporales

Masticar
sobre el pasado
o el futuro
es indigesto

Respirar
del estómago
para arriba
provoca náusea,
acidez,
mocos
y llanto.

Hablar
con la boca vacía
es clavar las alas
de un dragón de cuento
a una página en blanco.

Dormir patas arriba
es soñar al revés
sin soñar despierto,
sin huir del espanto

Hacer el amor
y deshacerlo
es
como una baraja
en equilibrio
sobre una barandilla

que si cae
se llena la boca de alas

que si vuela
se aleja del espanto

que si sueña
respira,

ya sin tiempo,

ya para siempre 
desvelada




dimecres, 3 de juliol del 2013

Soy una pista de baile

Soy cáscara
de huevo,

una lavadora
que centrifuga

en un hotel
cinco estrellas.



Soy la risa
bajo la carpa del circo

el hilo de luna
bajo el pie del acróbata, 

el rostro
que sonríe
desde el fondo del lago.



Soy una pecera
con tesoros de pirata,

un paraguas, soy

el breve instante
de vértigo
que precede

a la caída libre
de un polluelo.